jueves, 21 de febrero de 2013

LUNA DE BÉCQUER Y LUZ DE OSCAR WILDE



Me preocupé, tan pálida la vi, hastiada de observarnos. Pero qué va, vivía bien; alta, con esas lindas cicatrices, y sin vecinos. Ella. Luna.



Era una lánguida muchacha de instituto. Escribía una redacción: 

"Los derechos universales de la tristeza". Tachó, y puso:
"particulares".


Cogí a la lánguida muchacha de la mano. Entre los cipreses del cementerio, leímos rimas y leyendas, se volvió más y más pálida, y fue Luna.


Tenía la palidez del marfil y la tristeza sellada en su frente, y sin embargo, era el rostro que más brillaba entre la  multitud anodina.


Reducirse a la esencia, en cuerpo y alma. Ni un gramo de grasa, ni un gramo de mundo. Destilarse, bañarse en una marmita pura y salir niño.


No tengo tiempo, o te vienes a la ventisca del desierto donde se arremolinan ritos magnificentes, o me voy solo. Yo aquello no me lo pierdo.



Anoche, de espaldas a la Luna, me dijeron que la silueta que se ve en la arena no es la sombre del cuerpo, como creíamos; que era el cuerpo del alma.



A la vuelta de cada mano la esquina de la Luna.



Duplico la noche para ti, la mantengo incandescente con paletadas de palabras incendiarias que vuelco en el horno de tu ausencia.



La Luna es un lobo en otros cielos.



Abandonar el incendio y llevarse la llama.

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